Paisaje con nubes

Paisaje con nubes
SOL (Paisaje con nubes)

domingo, 23 de marzo de 2008

EL PERRO DEL OCTAVO




SOL (El baño de la ondina)


Mi vecino, el del octavo, tiene un perro. Mira qué bien. No estoy muy versada en razas caninas pero a juzgar por el tamaño debe ser un híbrido entre caballo y perro o elefante y perro. Le saca a pasear y hacer sus necesidades, dos veces al día, por la mañana temprano, justo cuando yo salgo de casa con todo el sueño del mundo y me encuentro ante la “agradable” sorpresa de que el ascensor sube en vez de bajar, y por la noche, cuando, o bien regreso a cenar cansadísima de todo el día o hace un instante que lo he hecho y mi madre me obsequia con esa frase que tanto gusta de por qué no bajas a tirar la basura en un momento aprovechando que aún no te has cambiado. Cuando le baja en el ascensor el animal da unos ladridos que hacen temblar hasta los cimientos del edificio, no a causa del respeto que le pueda imponer el descenso en la cabina ni de la alegría que le inspira el paseíllo cercano, sino de lo mucho que “apura” su dueño el horario establecido para satisfacer sus necesidades. Es como si gritara “¡Mas deprisa que no puedo mas!”. Si a continuación sales a la calle, conviene fijarte bien donde pones los pies pues mas de uno se ha encontrado con la sorpresa de irse patinando a lo largo de toda la acera. Si, por el contrario, estás esperando el ascensor en el portal, hay que procurar refugiarte en una esquina pues si permaneces ante su puerta corres el riesgo de que, al abrirse, ese mastondonte te deje tumbada sobre el suelo y pase sobre ti como un huracán con la mayor indiferencia al tiempo que te obsequia con unos lamidos en la cara. Lo digo por experiencia propia. Es tan grandote como cariñoso. Su dueño también es muy atento. Cuando ocurre algún percance de esos te ayuda a levantarte y, por mas que insistas en que no se moleste, se afana en sacudirte el polvo que pudiera haber cogido tu vestido tanto por la parte trasera como por la delantera. Como ya he dicho, es muy atento.

Compró el perrito, hace unos seis años, para sus hijos, niño y niña, que por entonces tendrían sobre los siete, ocho años de edad. Un juguete mas. Era muy “mono”, pequeñito y como una bolita de algodón. Un encanto. Era muy “mono”, pequeñito y como una bolita de algodón que una semana si y la otra también se pasaba las noches aullando lastimosamente. Desde mi ventana, tres pisos mas abajo, oía quejarse al animalito como si le estuvieran matando. Una maravilla. Sobretodo cuando regresas a casa a las tantas con todo el sueño del mundo sobre ti, deseando pillar la cama, y encuentras que el silencio de la noche se interrumpe en el momento mas insospechado por un “auw, auw, awwww” que te ataca a traición. Si cierras la ventana el sonido se oye menos, pero se oye, y a mayores, si es verano, te pones a sudar como un pato. Ante las caras hoscas de los vecinos que se habían visto obligados a pasar la noche en vela, el propietario del animal disculpaba con cariño a su pertenencia aduciendo que el animalito extrañaba a su madre o que le dolía la tripita. A nadie le importaba lo mas mínimo pero ninguno tuvo la valentía de contestarle lo que realmente pensaban del cachorro, su dueño y de la familia de su dueño, ni a dónde podían ir todos juntos a juicio del vecindario. Esa fue una etapa que, afortunadamente, no duró mucho y ya es historia.

El perrito creció y creció, y cuando parecía que había llegado al límite del crecimiento siguió haciéndolo mas. Ya no era una bolita de algodón sino un aprendiz de “ponney” con una manta de lana. Un aprendiz de “ponney” con una manta de lana que olisqueaba a todo el mundo, se ponía de patas sobre el cuerpo del infortunado de turno y le ponía perdido la cara a lametazos. El dueño emocionado manifestaba que el animalillo era muy cariñoso y, al tiempo, tu pensabas que qué suerte la tuya que tal efusión de cariño te va a suponer volver a casa a cambiarte y a darte una ducha cuando ya vas con retraso. Así son las cosas, cuando algún vecino de una comunidad le da por adquirir un animal, a los convecinos no saben bien la que les ha caído encima.

Hace unos dos años que, el propietario del mastodonte lanudo, se separó de su mujer. Ella se marchó con los dos pequeños y él se quedó con el perro. De haber realizado un “referéndum” comunitario el resultado del reparto hubiera sido bien distinto, pero ya se sabe que en estas cosas de desavenencias conyugales los demás no tienen ni voz ni voto. Desde entonces casi se puede decir que ambos viven como una pareja de hecho. Apenas si se le ve, salvo en las dos consabidas excursiones, mañana y tarde, acompañado de su can y cuando sale y vuelve de su trabajo. Se llama José, es Ingeniero de no se qué, su actividad profesional la desarrolla no se dónde, tiene treinta y tantos, tantos, una calva que le hace parecer un fraile franciscano y ahí se acaba todo lo que sé de su vida y milagros, pues por lo demás es hombre de pocas palabras. “Buenos días”, “buenas noches”, “¡Ay! Déjame que te sacuda los pelos que “Bolita” (es el nombre del perrazo) te ha dejado por todas partes” y poco mas. Tampoco se explaya mucho mas con el resto del vecindario. Como digo de muy poca, poquísimas palabras. Las justitas, medidas con un cuentagotas. Eso si, cuando ve a una chica los ojos le hacen “chiribitas”. Y si esa chica soy yo, se pone colorado hasta en la calva.

De “Bolita” ya he hablado bastante. Queda por indicar el enorme cariño que le inspira mi persona, verme y ponerse como loco es todo uno y ya se sabe de qué manera tan temible manifiestan su efusión estos animalitos. Su dueño me dijo que era señal de que su sexto sentido había percibido mi hondo amor hacia los animales y mostraba así su contento. Me hizo la confidencia poniendo ojitos de carnero degollado. No hijo, no, que las únicas “bicherías” que me atraen son las que lleva pantalones, y no todas. Los animales en general me producen un cierto “repeluz”, procuro ignorarles y pretendo que ellos hagan lo mismo conmigo. Es lo justo. Sobretodo cuando pesan una tonelada y amenazan con dejarte mas chafada que un sello de correos.

Por lo que tengo entendido, para eso de las necesidades fisiológicas, los perros son como un reloj. A tal hora por la mañana, otro tanto por la tarde y sanseacabó. El resto del día pues nada, a esperar que les llegue la hora. Es algo que me maravilla. En el caso de “Bolita” ya he mencionado la mala pata que tengo de coincidir con harta frecuencia en estas dos salidas diarias que hace, tan necesarias como esperadas. El resto del día tranquilita en ese aspecto. Es la ventaja de tener un metabolismo como un reloj suizo. Claro que hasta el mejor de los relojes puede estropearse alguna vez con una infección intestinal que le hace dar las campanadas a deshora.

Imaginemos, por imaginar, que una noche de verano de esas de calor lujurioso que inspiran al desenfreno, hubiese acabado “enrollada” con un chico.
Imaginemos, por imaginar, que a las cinco de la madrugada (¿Pero quién diántres se va a encontrar una a esas horas como no sea a otro trasnochador como yo?) en la oscuridad del portal de mi casa entre besos, caricias y achuchones decidiéramos subir a la azotea para hacer apasionadamente el amor bajo la luz del amanecer.
Imaginemos, por imaginar, que mientras subimos en el ascensor (¿Pero quién diántres va a utilizar el ascensor a esas hora?) los dedos temblorosos de excitación desabrochan botones, descorren cremalleras y despojan de prendas que caen descuidadamente al suelo mientras siguen los besos, achuchones y caricias.
Imaginemos, por imaginar, el colmo de la pasión mientras todo, todo, todo el mundo duerme a excepción de nosotros dos que somos como una pareja de náufragos en una isla desierta .

Y aquí se acaba el imaginar por imaginar.

Fin del sueño. Las puertas del ascensor se abrieron para dar paso a un torbellino lanudo que nos arrojó sobre la pared. Detrás de él, su dueño, con cara de circunstancias y ropa de esa que solo te la pones para estar por casa o para sacar urgentemente a tu perro a las cinco de la mañana, justo en el mejor de tus sueños. Inconscientemente apretó el botón del bajo. Luego se dio cuenta de la situación poniendo unos ojos como platos.
Descenso en continua lucha contra el “Yeti”. Aquello era como el tradicional “camarote de los Hermanos Marx” pero con un dinosaurio peludo dentro. Un dinosaurio peludo tan alegre de encontrar compañía que no cesaba de mostrar su contento repartiendo lametazos a diestro y siniestro sin cesar de moverse un instante. En el suelo quedaba arrebujada y pisoteada mi blusa, junto a un chal, mas por adornar que por su necesidad, y la camisa de mi compañero. Por lo demás en su primera embestida había arrancado de mis brazos el sujetador, que un segundo antes mi compañero había desabrochado, por el expeditivo método de introducir el hocico por el tirante. Lo agitaba como una bandera mientras movía su cabeza en su reparto de lametazos, no sin antes dar un par de dentelladas a sus copas para saber, sin duda alguna, que era “eso”.
¿Se puede pedir algo mas? Pues si. Un desagradable descubrimiento. El perrazo además de lamerte se te subía de patas y ya no era solamente que corrieras el riesgo de morir aplastada es que sus patitas tenían uñas que ¡Arañaban!¡Y de qué manera! Como pude me puse cara a la pared protegiéndome en lo posible son mis brazos y manos. Protegía así mi pecho pero quedaba indemne ante las escaladas que hacía por mi espalda.

Entre el primer piso y la planta baja el ascensor de mi casa da como un meneo. Puede que sea de las guías como dicen algunos, pero la cuestión es que cuando bajas y al llegar a ese punto es como si te agitaran hacia un lado y al otro. Vale. Puede que fuese por el dichoso meneo, por la excitación del momento, por incordiar o porque tenía que ser así, la cuestión es que, por si faltaba algo mas en aquella situación paranoica, el perro rompió en aguas menores y mayores. El pobrecito estaba mal de la tripita. Tenía diarrea. ¡Qué bien! Nos salpico a todos, claro está, al que mas a mi compañero, el que había subido conmigo al ascensor dispuesto a tener una apasionante aventura sentimental y que, al llegar a ese punto, estaba pálido como un muerto hecho una estatua de sal conformándose ahora con salir medianamente vivo del intento.
Al abrirse la puerta del ascensor de la Planta Baja salió “Bolita” disparado hacia la puerta del portal dejando tras él un reguero de liquidillo maloliente. En su hocico aún ondeaba mi sujetador como si fuera una bandera.
Nunca ocho pisos de bajada en ascensor se me habían hecho tan interminables.

En cuanto le abrió la puerta del portal y “Bolita” se perdió en la calle, José volvió hacia nosotros llevando en su mano los restos de un sujetador. Empecé a reaccionar. La situación era patética. Original y todo lo que se quiera, eso si, pero patética.
Mi compañero de romance seguía hecho una estatua de sal preguntándose si estaba en el mas allá o en el mas acá. Cuando irrumpió “Bolita” tenía sus pantalones desabrochados pero tras las correspondientes muestras de cariño que le tocaron en suerte estaban ahora caídos hasta la pantorrilla mostrando en todo su esplendor unos calzoncillos de lunares azules. Por lo demás como ya he indicado que fue el mayor afortunado en el reparto de la evacuación del perro, es fácil imaginar el estado de sus piernas, pantalones y calzado. En fin, decir que su aspecto era lastimoso es quedarse bastante corto.
En cuanto al mío, aunque mas afortunado, tampoco era como para “echar las campanas al vuelo”. Como estaba de espaldas cuando se desató el “desastre” la “tempestad” me atacó por detrás. Notaba mis pantalones con una humedad que prefería no pensar sobre su procedencia. Otro tanto ocurría con mis pies y sandalias. Respecto a las prendas del suelo, preferí no mirarlas siquiera.

El final de la historia es bastante predecible.
José se disculpo, volvió a disculparse y repitió sus disculpas, sin perder ni por un instante de vista mis tetas medio cubiertas con mis brazos cruzados. Se ofreció a lavar la ropa del suelo, la que llevábamos puesta y a prestar ropa a mi amante ocasional frustrado quien poco a poco había vuelto a respirar aunque seguía sin creerse lo que veían sus ojos. Insistió para que subiéramos a su casa a adecentarnos y, en mi caso, para curarme los arañazos de mi espalda que no parecía sino que me hubieran flagelado. Insistió, insistió, insistió. Y volvió a insistir. Creo que nunca le había oído hablar tanto. Tendría también que buscar una fregona para limpiar portal y ascensor antes de que se levantaran los vecinos mas madrugadores y alucinaran con el estropicio. Estaba realmente abochornado. Le di las gracias por su ofrecimiento, declinando su amable invitación. Era preferible subir a mi casita por la escalera antes de que regresara de su paseo el “caballo de Atila”, aunque fuera en “topless” y dejando tras de mi un tufillo mezcla de meaos y mierda de perro.

Mis padres dormían profundamente. Bien, en ese aspecto tranquila que tienen el sueño tan pesado que no les despierta ni un cañonazo. Por otro lado, mi hermana, la mas peligrosa en esas situaciones, no estaba esa noche en casa. Perfecto. Sigilosa como un fantasma evitando hacer el mínimo ruido. Ropa fuera. La que aún conservaba sobre mi cuerpo. Lo primero que haría en cuanto me levantara sería poner una lavadora. Una buena ducha. Fricciones de colonia. La espalda me escocía cosa mala. Si dicen que hay amores que matan el que yo le debía de inspirar a “Bolita” debía ser uno de ellos. Casi como si lo acariciara pasé la fregona por el suelo para eliminar cualquier rastro.
Tumbada desnuda en la cama rememoré los instantes pasados y no pude por menos echarme a reir. Mis amigos dicen que siempre me están pasando cosas “raras”. Tienen razón. Atraigo las situaciones mas inverosímiles como imán al hierro. Pero quizá sea eso lo que de alegría a la vida. La luz del Sol inundaba mi cuarto.

Colofón.
Mi vecino, el propietario del “mastodonte” me hizo llegar mi ropa exquisitamente lavada y planchada, con la mayor discreción. Me hizo ver, de paso, que la idea de una visita nocturno-sentimental a la azotea le había conmovido profundamente. Tartamudeó al insinuármelo y se puso colorado como un tomate, pero me lo insinuó. Vale, tío, pensaré en la idea de crear una agencia que organice visitas nocturno-sentimentales a la azotea. A raiz de entonces pone mayor empeño en sacudir de mi ropa los pelos que me hubiera dejado su perro. Quizá con demasiado empeño.
Si, como ya he dicho, a “Bolita” siempre le he inspirado un enorme cariño, que sinceramente lamento con toda mi alma, a raiz de la odisea se podría decir que se ha enamorado profundamente de mi. Esto es mas que alarmante en un bicharraco de ese tamaño que no cesa de añadir kilos a su cuerpo. Le rehuyo como al Diablo, aunque no siempre lo consigo. Cuando ésto sucede quedo en un estado tal como si me hubieran pateado una manada de hipopótamos bailarines. Cualquier día me tendrán que llevar a urgencias con todos los huesos rotos.
En cuanto a mi amante ocasional frustrado del que ni siquiera he mencionado su nombre, ni a estas alturas pienso hacerlo, pues simplemente pasó a la historia como la aventura de una noche que pudo ser y no fue.

(Dedicado a un amigo virtual madrileño que siempre ha estado insistiendo para que le cuente intimidades mías. No se si llegará a leerlo, claro, pero yo se lo dedico con todo el cariño).

5 comentarios:

VIRTUAL ART dijo...

O teu Blog é diferente. Não é dificil perceber que a sua autora é uma pessoa inteligente.

Your Blog is diferent. Is not dificult to understand that you are a very kleber girl.

solselenia dijo...

muito agradecida por teus amáveis comentários. saudações

Leo Zelada dijo...

Interesante blog

Albert Rams dijo...

Hola Solselenia, te devuelvo la "visita" bloggera. Te he contestado en mi blog. Reiterar aquí que me gustan mucho tus obras, y preguntarte si están a la venta (si tiene precio) y cuál, si es posible saberlo.. Un saludo

Albert Rams dijo...

Añado..por si prefieres una comunicación más directa mi mail es albertrams7@hotmail.com