Lo bueno de los restaurantes orientales es que te hacen un recibimiento con tanta sonrisa y tanta reverencia que te hacen sentir hasta importante y olvidas que eres un “pelao” de poca monta. Es como si al verte exclamasen, “¡Mirad quién viene! ¡Es don fulano o doña megano! ¡Qué gran honor para ésta, nuestra humilde casa! ¡Alabados sean todos los dioses que nos han escuchado! ¡Ahora si que podemos morir en paz!”. Como si te conocieran de toda la vida aunque sea la primera vez que te ven. No falla en ninguno de estos locales. En los modestitos, modestitos, el acto corre a cargo del propietario que, a su vez, actuará de “maitre” y camarero. Si acaso, se hace acompañar por algún cuñado, primo o hermano que tiene empleado en la cocina a la espera de obtener el permiso de residencia. Conforme aumenta la categoría, aumenta también la parafernalia hasta tomar aires de todo un “ballet” oriental. En los de super lujo, imagino que vendrán a tu encuentro hasta con dragones voladores. Una se pregunta de dónde sacarán para pagar a tal despliegue de personajes de ojos rasgados, pero esto es uno de tantos misterios orientales.
En esta ocasión el grupo de amigos nos hemos declinado por un restaurante japonés, o japonés-oriental, o quizá oriental a secas que no lo tengo nada claro, la mar de acogedor, la mar de evocador y la mar de todo. Un poco carillo para nuestras economías que dan pena, pero un día es un día a fin de cuentas.
Cuatro camareras, muy monas ellas con sus kimonos y dos camareros con chaqueta roja que no es que tenga gran cosa de oriental, pero bueno, puestos en fila como si se tratara de una revista militar, sonríen e inclinan la cabeza a nuestro paso al tiempo que musitan un “no se qué” en lengua exótica que imaginamos significará “bienvenidos”, “hola” o algo así, aunque lo mismo podría ser “hoy no llueve” o cualquier otra cosa. Respondemos con “buenas tardes” por la cosa esa de decir algo. Evidentemente entienden de español tanto como nosotros de su lengua, así que vuelven a sonreir, dan dos o tres reverencias mas y todos quedamos tan contentos. Se trata del “comité de bienvenida”.
Hace su aparición un nuevo oriental vestido de negro de cabeza a los pies entre nuevas sonrisas y reverencias. Es el “maitre. Damos el nombre de la reserva, “Ramón Calduch”, el otro consulta su libreta y repite satisfecho “Lalon Lalud” ampliando su sonrisa hasta las orejas como si acabara de contar el mejor chiste del mundo. Bueno, pues vale, tanto da “Ramón” que “Lalón” con tal de que nos conduzca a nuestra mesa. Las camareras enkimonadas y camareros enchaquetados desaparecen como por arte de magia . Le seguimos al igual que un grupo de turistas de un viaje organizado siguen al guía. A los tres pasos se detiene y los dieciocho que somos nos agolpamos expectantes tras él.
Una camarera, frágil como una muñequita de porcelana, se acerca corriendo a pequeños pasitos, el “maitre” la dice “algo” que nos resulta incomprensible, ella nos mira, sonríe, hace tres reverencias, nos dedica un pequeño discurso del que no entendemos ni “pum” y, finalmente nos invita a que la sigamos. Los chicos la miran embelesados pues es muy guapa. Ya en la mesa enciende una velitas que hay en su centro, nos hace tres reverencias mas, nos musita entre sonrisas y risitas algo que nuestros oídos perciben como “tichitichitichi” , repite las reverencias y se aleja a pasitos cortitos, cortitos. “Gracias”, “gracias”, “gracias” decimos todos a excepción del “cachondo” del grupo que lo cambia por “¡Qué buena estás!”. Es la encargada de conducirnos hasta la mesa y cumplida su misión no se acercará a nosotros en toda la noche.
Apenas nuestros traseros han tocado el asiento de la silla, surgen de la nada dos orientales, pequeñitos, pequeñitos. Cada cual lleva una montaña de cartas que por la inusitada rapidez con que las reparten colijo que antaño debieron ser tahúres del Mississipi.
Las cartas son curiosísimas, estrechitas y muy largas, tanto que para ver la parte superior hay que bajarlas hasta la cintura. Vienen escritas en algún idioma oriental, con esos signos tan bonitos, y debajo en español, aclarando entre paréntesis de qué consta el plato. Por si queda alguna duda está ilustrada con numerosas fotografías. Es extensísima, cerca de doscientos platos. Cuando llegas al final ya no recuerdas lo que te había llamado la atención del principio. Es muy decorativa, muy bonita de ver, como ya he dicho. Es también todo un lío a la hora de ponernos de acuerdo sobre qué pedir. Cuando llega el sonriente “maitre” dispuesto a tomar nota de lo que quieren los señores en la mesa reina el caos mas absoluto. Unos están tratando de encontrar cierto plato que les llamó la atención en el primer vistazo que dieron a la carta, otros discuten entre pedir no se qué o no se cuantos, hay quién no ha pasado de mirar las fotografías que adornan la carta, también quien trata de descubrir una traducción entre la simbología oriental y las palabras españolas, existen, por último, los que se han enfrascado en una conversación y ni siquiera han abierto la carta de los platos. Si el buen oriental no sale corriendo debe ser debido a su práctica de la filosofía Zen. Con su media lengua insinúa regresar un poco mas tarde para dejarnos pensar un poco mas lo que deseamos. Nos oponemos a ello. Sabemos, por experiencia, que “un poco mas tarde” reinará el mismo caos que “ahora”. Dieciocho personas le hablan a la vez y aunque continúa con su sempiterna sonrisa por la frente se le deslizan gotas de sudor. Guarda la libreta de notas aparentando confiar las indicaciones que se le dice a su memoria. Ha decidido, lisa y llanamente, traernos lo que le venga en gana.
Está todo buenísimo, o al menos, así me lo parece, y lo paso en grande tratando de hacer una pinza con los palillos tratando de coger esos bocaditos pequeñitos, pequeñitos que la mitad de las veces se resbalan a dos centímetros de su destino dejándote con la boca abierta y vacía como si se burlasen de ti. Mi soltura empleando esos utensilios equivale a la de un artrítico utilizando un florete. Cuando les da por cruzarse no hay remedio posible y al final se utilizan a guisa de lanza para ensartar la “tempura”. Con el arroz para qué hablar. Aún no he descubierto el arte de comerlo sin dejar todo perdido a mi alrededor y encontrar granitos hasta dentro de mi sujetador. Siempre hay algún “entendido” cerca de ti que se empeña en darte lecciones. “Tienes que cogerlos así ... poner los dedos asao”. Vale, tío, vale, las instrucciones ya vienen en los dibujos del envoltorio, lo malo es que de la teoría a la práctica existe un paso muy grande. También hay quien pide un tenedor. Hombre, no es eso, si eliminas la lucha con los palillitos la cosa pierde todo su encanto.
En estas cenas multitudinarias siempre se encuentra una de todo. ¿ Qué decir de quien pone ascos a la cosa de comer pescado crudo o algas y cuando llega la fuente con los “sushi”, todos colocaditos, colocaditos que parecen dulces de confitería o el “sashimi” de salmón, atún, pez espada o trucha, lo mira como si las viandas le fueran a comer a él en vez de a la inversa y dice en voz alta eso de que donde esté un buen chuletón de Avila?. No puede faltar quien suelte un rebuzno semejante. Pues vale, no vas a ir a un restaurante oriental para pedir un chuletón de Avila, como tampoco veo como muy procedente acudir a un restaurante castellano para pedir “sashimi”. Cada cosa en su sitio justo. A éstos ni caso que mejor es ignorarles. Como el que oye llover.
De bebida se pide vino, cerveza y agua. Salvo la cerveza que resulta que es japonesa pero que tiene el mismo sabor que cualquier otra, el resto es nacional. Tambien se pide “sake”. Pues, ¿Qué quieres que te diga? Ni “fu”, ni “fa”, la verdad. Las botellitas son monísimas pero ahí queda todo. La única ventaja para mi es que es de las poquísimas bebidas alcohólicas que no se me suben a la cabeza nada mas olerlas.
En cuanto a los postres ¡Ay! Esa es la parte “fea” del asunto. En lo que a mi criterio se refiere no existen postres realmente apetitosos en esta cocina. Claro que tan solo es una opinión. Si acaso el “helado frito”.
Abundan, eso si, los “prefabricados” a base de helados, flanes, crema catalana y demás con toda la sospecha de haber sido comprados en el supermercado de la esquina.
El café todo un atentado para la virginidad. Puro alquitrán. No entienden los orientales muy bien el arte de prepararlo, no. Quizá para hacérselo perdonar, nos invitan a “chupitos” a elegir entre una variada selección de botellas que ponen sobre la mesa. Lluis, mi compañero de la derecha, llena el mío de una botella en cuyo interior un lagarto parece sacarme la lengua. Sabe de sobra que no bebo pues en cuanto huelo el alcohol se me sube a la cabeza, pero llena mi vasito sin pestañear y me lo plantifica bajo las narices. Me da un poco de asquillo, pruebo un sorbo, me atraganto, toso y san se acabó que no quiero mas pese a su insistencia. Me sabe a aguarrás. El “licor de lagarto” dicen que tiene propiedades afrodisíacas, de ahí su empeño en que me lo tome. Hubiera preferido que en vez de restaurantes con kimonos y “sashimi”, hubiéramos tenido una jornada de íntimo encuentro pasional los dos solitos. Sobretodo desde que se enteró que ni mis padres ni mi hermana estaban en casa y que, por tanto, la tendría para mi solita. Sobretodo desde que supo de mi viaje a Barcelona donde daba por hecho que habría estado practicando todas las enseñanzas del Kamasutra con Jordi. Si a alguien tiene un odio visceral, aun sin conocerle, es al pobrecito Jordi. Aún confía en poder tener un buen “fin de fiesta”. Lo siento, amigo Lluis, si me propusieras hacer el amor bajo esta mesa en la que estamos, desafiando todas las miradas indiscretas, seguramente me entusiasmaría la idea por su osadía. No sería posible, claro está, pero me entusiasmaría una idea tan descabellada. ¡Pero una cosa tan, tan, tan vulgar como aprovechar la ausencia familiar ...! Pues casi como que no. Mucho me temo que hoy no sea tu día.
Lluis ha sido como un granito que me hubiera salido ese día. Desde que salí de casa juntitos como siameses. Seguiría igual en el “copeo” de después de cenar, hasta que tuve que decirle “basta”. Es la “versión local” de mi “pretendiente” catalán en lo que concierne de tratar a ultranza de privarme de mi libertad. Si le fuera posible me llevaría encerradita en una cajita con siete candados colgadita de su cuello. Pero esto no es posible ni creo que pueda ser algún día. Se trata de un gran amigo, un excelente amigo. Pero a veces los mejores amigos del mundo se ponen muy, muy, muy pesadines.
En fin, la noche continuó, continuó y continuó. En un principio la idea de salir a cenar era para cinco personas y en una “pizzería”, acabamos siendo dieciocho y en un restaurante oriental. A algunos de los integrantes no les conocía. En el “copeo” posterior nos encontraríamos con nuevas caras que se nos unirían. Posteriormente nos disgregaríamos en grupos cada cual por su lado. Nada del otro mundo. Simplemente una noche de sábado. Pero de esto hace ya una semana, y es que el tiempo pasa, y pasa, y pasa sin sentir.
En esta ocasión el grupo de amigos nos hemos declinado por un restaurante japonés, o japonés-oriental, o quizá oriental a secas que no lo tengo nada claro, la mar de acogedor, la mar de evocador y la mar de todo. Un poco carillo para nuestras economías que dan pena, pero un día es un día a fin de cuentas.
Cuatro camareras, muy monas ellas con sus kimonos y dos camareros con chaqueta roja que no es que tenga gran cosa de oriental, pero bueno, puestos en fila como si se tratara de una revista militar, sonríen e inclinan la cabeza a nuestro paso al tiempo que musitan un “no se qué” en lengua exótica que imaginamos significará “bienvenidos”, “hola” o algo así, aunque lo mismo podría ser “hoy no llueve” o cualquier otra cosa. Respondemos con “buenas tardes” por la cosa esa de decir algo. Evidentemente entienden de español tanto como nosotros de su lengua, así que vuelven a sonreir, dan dos o tres reverencias mas y todos quedamos tan contentos. Se trata del “comité de bienvenida”.
Hace su aparición un nuevo oriental vestido de negro de cabeza a los pies entre nuevas sonrisas y reverencias. Es el “maitre. Damos el nombre de la reserva, “Ramón Calduch”, el otro consulta su libreta y repite satisfecho “Lalon Lalud” ampliando su sonrisa hasta las orejas como si acabara de contar el mejor chiste del mundo. Bueno, pues vale, tanto da “Ramón” que “Lalón” con tal de que nos conduzca a nuestra mesa. Las camareras enkimonadas y camareros enchaquetados desaparecen como por arte de magia . Le seguimos al igual que un grupo de turistas de un viaje organizado siguen al guía. A los tres pasos se detiene y los dieciocho que somos nos agolpamos expectantes tras él.
Una camarera, frágil como una muñequita de porcelana, se acerca corriendo a pequeños pasitos, el “maitre” la dice “algo” que nos resulta incomprensible, ella nos mira, sonríe, hace tres reverencias, nos dedica un pequeño discurso del que no entendemos ni “pum” y, finalmente nos invita a que la sigamos. Los chicos la miran embelesados pues es muy guapa. Ya en la mesa enciende una velitas que hay en su centro, nos hace tres reverencias mas, nos musita entre sonrisas y risitas algo que nuestros oídos perciben como “tichitichitichi” , repite las reverencias y se aleja a pasitos cortitos, cortitos. “Gracias”, “gracias”, “gracias” decimos todos a excepción del “cachondo” del grupo que lo cambia por “¡Qué buena estás!”. Es la encargada de conducirnos hasta la mesa y cumplida su misión no se acercará a nosotros en toda la noche.
Apenas nuestros traseros han tocado el asiento de la silla, surgen de la nada dos orientales, pequeñitos, pequeñitos. Cada cual lleva una montaña de cartas que por la inusitada rapidez con que las reparten colijo que antaño debieron ser tahúres del Mississipi.
Las cartas son curiosísimas, estrechitas y muy largas, tanto que para ver la parte superior hay que bajarlas hasta la cintura. Vienen escritas en algún idioma oriental, con esos signos tan bonitos, y debajo en español, aclarando entre paréntesis de qué consta el plato. Por si queda alguna duda está ilustrada con numerosas fotografías. Es extensísima, cerca de doscientos platos. Cuando llegas al final ya no recuerdas lo que te había llamado la atención del principio. Es muy decorativa, muy bonita de ver, como ya he dicho. Es también todo un lío a la hora de ponernos de acuerdo sobre qué pedir. Cuando llega el sonriente “maitre” dispuesto a tomar nota de lo que quieren los señores en la mesa reina el caos mas absoluto. Unos están tratando de encontrar cierto plato que les llamó la atención en el primer vistazo que dieron a la carta, otros discuten entre pedir no se qué o no se cuantos, hay quién no ha pasado de mirar las fotografías que adornan la carta, también quien trata de descubrir una traducción entre la simbología oriental y las palabras españolas, existen, por último, los que se han enfrascado en una conversación y ni siquiera han abierto la carta de los platos. Si el buen oriental no sale corriendo debe ser debido a su práctica de la filosofía Zen. Con su media lengua insinúa regresar un poco mas tarde para dejarnos pensar un poco mas lo que deseamos. Nos oponemos a ello. Sabemos, por experiencia, que “un poco mas tarde” reinará el mismo caos que “ahora”. Dieciocho personas le hablan a la vez y aunque continúa con su sempiterna sonrisa por la frente se le deslizan gotas de sudor. Guarda la libreta de notas aparentando confiar las indicaciones que se le dice a su memoria. Ha decidido, lisa y llanamente, traernos lo que le venga en gana.
Está todo buenísimo, o al menos, así me lo parece, y lo paso en grande tratando de hacer una pinza con los palillos tratando de coger esos bocaditos pequeñitos, pequeñitos que la mitad de las veces se resbalan a dos centímetros de su destino dejándote con la boca abierta y vacía como si se burlasen de ti. Mi soltura empleando esos utensilios equivale a la de un artrítico utilizando un florete. Cuando les da por cruzarse no hay remedio posible y al final se utilizan a guisa de lanza para ensartar la “tempura”. Con el arroz para qué hablar. Aún no he descubierto el arte de comerlo sin dejar todo perdido a mi alrededor y encontrar granitos hasta dentro de mi sujetador. Siempre hay algún “entendido” cerca de ti que se empeña en darte lecciones. “Tienes que cogerlos así ... poner los dedos asao”. Vale, tío, vale, las instrucciones ya vienen en los dibujos del envoltorio, lo malo es que de la teoría a la práctica existe un paso muy grande. También hay quien pide un tenedor. Hombre, no es eso, si eliminas la lucha con los palillitos la cosa pierde todo su encanto.
En estas cenas multitudinarias siempre se encuentra una de todo. ¿ Qué decir de quien pone ascos a la cosa de comer pescado crudo o algas y cuando llega la fuente con los “sushi”, todos colocaditos, colocaditos que parecen dulces de confitería o el “sashimi” de salmón, atún, pez espada o trucha, lo mira como si las viandas le fueran a comer a él en vez de a la inversa y dice en voz alta eso de que donde esté un buen chuletón de Avila?. No puede faltar quien suelte un rebuzno semejante. Pues vale, no vas a ir a un restaurante oriental para pedir un chuletón de Avila, como tampoco veo como muy procedente acudir a un restaurante castellano para pedir “sashimi”. Cada cosa en su sitio justo. A éstos ni caso que mejor es ignorarles. Como el que oye llover.
De bebida se pide vino, cerveza y agua. Salvo la cerveza que resulta que es japonesa pero que tiene el mismo sabor que cualquier otra, el resto es nacional. Tambien se pide “sake”. Pues, ¿Qué quieres que te diga? Ni “fu”, ni “fa”, la verdad. Las botellitas son monísimas pero ahí queda todo. La única ventaja para mi es que es de las poquísimas bebidas alcohólicas que no se me suben a la cabeza nada mas olerlas.
En cuanto a los postres ¡Ay! Esa es la parte “fea” del asunto. En lo que a mi criterio se refiere no existen postres realmente apetitosos en esta cocina. Claro que tan solo es una opinión. Si acaso el “helado frito”.
Abundan, eso si, los “prefabricados” a base de helados, flanes, crema catalana y demás con toda la sospecha de haber sido comprados en el supermercado de la esquina.
El café todo un atentado para la virginidad. Puro alquitrán. No entienden los orientales muy bien el arte de prepararlo, no. Quizá para hacérselo perdonar, nos invitan a “chupitos” a elegir entre una variada selección de botellas que ponen sobre la mesa. Lluis, mi compañero de la derecha, llena el mío de una botella en cuyo interior un lagarto parece sacarme la lengua. Sabe de sobra que no bebo pues en cuanto huelo el alcohol se me sube a la cabeza, pero llena mi vasito sin pestañear y me lo plantifica bajo las narices. Me da un poco de asquillo, pruebo un sorbo, me atraganto, toso y san se acabó que no quiero mas pese a su insistencia. Me sabe a aguarrás. El “licor de lagarto” dicen que tiene propiedades afrodisíacas, de ahí su empeño en que me lo tome. Hubiera preferido que en vez de restaurantes con kimonos y “sashimi”, hubiéramos tenido una jornada de íntimo encuentro pasional los dos solitos. Sobretodo desde que se enteró que ni mis padres ni mi hermana estaban en casa y que, por tanto, la tendría para mi solita. Sobretodo desde que supo de mi viaje a Barcelona donde daba por hecho que habría estado practicando todas las enseñanzas del Kamasutra con Jordi. Si a alguien tiene un odio visceral, aun sin conocerle, es al pobrecito Jordi. Aún confía en poder tener un buen “fin de fiesta”. Lo siento, amigo Lluis, si me propusieras hacer el amor bajo esta mesa en la que estamos, desafiando todas las miradas indiscretas, seguramente me entusiasmaría la idea por su osadía. No sería posible, claro está, pero me entusiasmaría una idea tan descabellada. ¡Pero una cosa tan, tan, tan vulgar como aprovechar la ausencia familiar ...! Pues casi como que no. Mucho me temo que hoy no sea tu día.
Lluis ha sido como un granito que me hubiera salido ese día. Desde que salí de casa juntitos como siameses. Seguiría igual en el “copeo” de después de cenar, hasta que tuve que decirle “basta”. Es la “versión local” de mi “pretendiente” catalán en lo que concierne de tratar a ultranza de privarme de mi libertad. Si le fuera posible me llevaría encerradita en una cajita con siete candados colgadita de su cuello. Pero esto no es posible ni creo que pueda ser algún día. Se trata de un gran amigo, un excelente amigo. Pero a veces los mejores amigos del mundo se ponen muy, muy, muy pesadines.
En fin, la noche continuó, continuó y continuó. En un principio la idea de salir a cenar era para cinco personas y en una “pizzería”, acabamos siendo dieciocho y en un restaurante oriental. A algunos de los integrantes no les conocía. En el “copeo” posterior nos encontraríamos con nuevas caras que se nos unirían. Posteriormente nos disgregaríamos en grupos cada cual por su lado. Nada del otro mundo. Simplemente una noche de sábado. Pero de esto hace ya una semana, y es que el tiempo pasa, y pasa, y pasa sin sentir.
5 comentarios:
Me alegro que te lo hayas pasado bien el sábado... Ya te mandaré un e-mail con el mío...
Besos
¡Qué ojazos tienes! Bonito retrato pero tengo la impresión de que lo has estrechado porque pareces como aplastada.
Cybernapya:
Procuro siempre ver todo lo positivo que me ofrece la vida, aunque sea las cosas mas pequeñas, es la mejor manera de sentirse en paz y disfrutar. Espero con impaciencia tu e-mail
Alex:
El origen está en un retrato que al quererlo encuadrar me quedó un poco "regordete". Me gustó la idea.¿por qué no? Modigliani hacía las caras alargadas. Siendo como soy casi la modelo "exclusiva" de mis cuadros, procuro que haya alguna variación para que no me queden "clones".
Conozco a Modigliani pero sigue sin gustarme verte así deformada... De hecho cogí la foto y la alargue. Sales más favorecida.
Oye, si quieres modelos aquí estamos mi Rufo y yo...
PD: ¿no te gustan los sabadetes?
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